El sol comenzaba a ocultarse entre nubes
que llamaban la lluvia. El cielo estaba de un color naranja con pequeños
parches grises, algo que no combinaba mucho con el bello paisaje. Las lluvias
de verano eran algo que odiaba, porque siempre llegaban sin avisar.
Melinda volvió a la playa, aún sin saber
cómo volver a casa. Las personas se estaban yendo, no querrían parecer palomas
mojadas después de la tormenta que se avecinaba. Su tentación de bañarse desnuda en el mar
cogía fuerzas al paso de los minutos. La playa se iba quedando sola, una imagen
digna de un día de invierno. Se descalzó y caminó por la fresca arena. Sus
dedos dejaban invadirse por una arena fina, y un poco húmeda, sus sentidos se
alegraban. Sus manos se sentían violadas por el viento que corría. El viento
atravesaba entre sus dedos, le acariciaba sus piernas y subía lentamente por
sus rodillas. No se escuchaba nada más que el susurro del mar, los golpes
contra las piedras y unas cuentas gaviotas que llamaban a una lluvia
inevitable. Las tiendas costeras a la playa estaban cerrando, poco a poco se
quedaba más y más sola. – Vaya cumpleaños- pensó. Aún no sabía ni como volver a
casa, no tenía dinero y sólo tenía una tarjeta de autobús que en ese momento no
valía mucho. Pensó en llamar a alguien, pero no quería molestar. Sus ojos se
cerraban y se habrían, como queriendo despertar en otro lugar. Tal vez en uno
con sol, con una playa limpia y un mar color azul cielo y cristalino.
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