Estaba siempre allí

Y ahí estaba de nuevo, mirándome tocar la guitarra. No le importaba el calor insoportable, ni el ir y venir de la gente calurosa, sudorosa ni los olores desagradables que se iban quedando en el ambiente. Me daba dinero una vez que otra, pero eso no me importaba. Me llenaba el alma que ella me escuchara tocar, que se sentara en el suelo sucio cruzada de piernas y me mirara con cara sonriente y me guiñara el ojo seguido de una sonrisa. Fueron más de tres veces que la vi sin apenas hablar, hasta que un día le pregunté que si trabaja o vivía en cerca de esa estación de metro. Trabaja allí, y por eso cada noche se quedaba un poco más y se sentaba a contemplarme. Me sentía importante, un artista. Yo siempre creí que le gustaba, porque otra explicación no podía encontrar. Me fijé también, que siempre llevaba la misma ropa, ese mismo vestido blanco con encaje en el pecho; y esas sandalias planas con pequeñas perlas azules. Hasta que llegó el invierno. Ese frío que llega hasta los huesos no se sentía allí abajo. Allí abajo siempre se sentía el calor, y los olores corporales. Pero ella seguía yendo con el mismo vestido, y me seguía sonriendo con esa misma gracia y carisma. Me lo imaginé una vez, pero lo negué diez veces. Ella estaba muerta, no era real. Todo estaba en mi imaginación. Ella sólo era una mujer creada en algún lugar de mi cerebro, una mujer hermosa, perfecta y con ojos esmeralda.

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